La oscuridad, oráculo que nos situaba la proximidad del maestro, se hizo presente al escuchar el descoordinado sonido de las primeras palmas, impacientes por encontrarse con el <<poeta>>. Puntual. 8:33pm, indicaba el insatisfecho reloj digital de mi teléfono celular. Dylan inició el concierto con lo que parecía a la distancia -Balcón, Q, 30-, una ‘strato’ que traducía la dialéctica de sus lánguidos dedos. Está de más decir que a su aparición, el rugido de aquél enorme pero mutilado -por el tráfico, y, por los altos precios-, monstruo de diez mil cabezas, se hizo presente. Dylan, plantado como la flecha orientadora que sostenía aquella brújula apuntando hacia el norte comenzó el ritual, y, cuando se tiene a un héroe enfrente, no se le puede trivializar con el término <<concierto>>.
Al sonar las primeras notas, no supe qué esperar, no supe cómo comportarme ante aquél momento tan emblemático que estaba a punto de transgredir mi cómodo e inerte universo de indie-rock-alternativo-chido-one-punk-amorcito-corazón-progre-yeah-yeah; como una jovencita a punto de ser ‘destapada’, traté de repasar rápidamente mi plan que con años y años de educación -y en algunas ocasiones, reeducación- musical, me habían permitido precisar una estrategia perfecta para disfrutar un momento tan legendario como este, pero lo único que pude hacer fue apretar y recibir.
El joven soñador detrás de aquella máscara de gurú, de 66 años, con esbelta figura vestida de negro, botas vaqueras; y flanqueado por sus cinco secuaces que, a su vez, estaban enfundados con playeras negras y trajes mostaza claro -lo mismo pude haber dicho: púrpura con motas doradas; el territorio del color me es ajeno, cual estado de sobriedad- , me penetraba de tal forma, que sólo quedaba ponerse flojito.
Con contundencia melódica y un aura de eclesiástica poética musical, navegamos por los mares rítmicos de un Dylan que no será vencido por el tiempo, ni mucho menos por facetas musicales en boga que se comercializan en nuestros días. Con una errática, pero a su vez, con una parsimonia jovial, Dylan contraía sus piernas y sus pies, rígidas manecillas de la brújula situada debajo de sus plantas with no direction home.
Nebulosas entonaciones, garrasperas y, uno que otro gallo, fue el repertorio teatral de las cuerdas vocales de Dylan, abrupto, como sincero. La pasión desbocada de su taciturna figura, debajo de los reflectores -tres tipos de luces, sobriedad absoluta que me hizo recordar el raquítico ambiente luminoso: rojo, amarillo y verde, del auditorio de mi secundaria donde, con la precoz actuación de mis compañeros, se le daba vida a las líneas de Neil Simon-, pasión pura.
¿Acaso era necesario entender las letras? ¿Acaso era necesario entonar sus famosas palabras al ritmo de sus camaleónicos nuevos arreglos de Like a Rolling Stone o Blowin in the Wind? ¡Claro que no! Conocí a una mujer de frondosa cabellera enigmática y ojos tan profundos como los solos de Frank Zappa que me daría la razón: <<es un gran poeta y compositor, ¿su voz?, su voz qué>>. Claro que uno de ustedes me está contestando: sí, sí importa; después me enumeraría de manera canónica, sus subversivos y novedosos conceptos musicales… Si ustedes creen que el sentimiento de Dylan no es lo suficiente para reconocer su calidad de héroe, es porque entonces nunca han escuchado al <<chaparrito>> de la cantina el Centenario que, con su National Style 0 Resonator de la muerte, ejemplifica la extraordinaria fusión entre la ejecución y el sentimiento, siendo, la primera, ‘para llorar’, y, la segunda, para llorar.
Extasiados al final, todos salimos por las mismas puertas, ensimismados en nuestra resonancia ‘Dylanesca’ que aún murmuraba -gracias a una gran acústica del lugar- en nuestros oídos y mentes. Al final, todos salimos a la gélida realidad de la noche to be on our own, again.